lunes, 30 de abril de 2012

CONFIADOS EN SU MISERICORDIA


Porque él dice a Moisés: tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y tendré compasión del que yo tenga compasión. Así que no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. Romanos 9.15-16 

Uno de los elementos más atractivos que ofrecen las religiones, cuales quiera que sean, es la posibilidad de ejercer control sobre las acciones de Dios. Es decir, por una serie de sacrificios puedo garantizar su respuesta y asegurar que el resultado de mis esfuerzos tenga su recompensa. El grado de sacrificio varía de religión en religión pero todas -sin excepción- dan a entender que nuestras acciones pueden controlar a las deidades. Esta idea, a decir verdad, es una reacción a la propuesta de Dios de que él sea absolutamente soberano en los asuntos de nuestra vida. Notemos, por ejemplo, el fastidio de los israelitas porque Moisés tardaba en bajar del monte (Ex 32). Como siempre, el factor tiempo es uno de los que más molesta. El pueblo, entonces, llegó a Aarón y le dijo: «haznos dioses que vayan delante de nosotros». En otras palabras, «queremos un dios que haga las cosas como nosotros queremos».

Sin damos cuenta, este concepto se puede infiltrar dentro de nuestras congregaciones. Un ejemplo sencillo nos servirá de ilustración: podemos llegar a encontramos con creyentes que quieren pedirle algo especial a Dios. Pero demoran su petición, porque su vida personal no está en orden. Entonces intentan hacer por un tiempo «buena letra» para que, eventualmente, cuando efectúen su petición, Dios los escuche con agrado.

Nuestro versículo de hoy nos recuerda, en términos que francamente nos incomodan, que Dios es absolutamente soberano. Sin rodeos, Pablo nos dice que el accionar de Dios no depende ni del que corre, ni del que quiere, sino del Dios que se compadece de nosotros. Esto nos incomoda porque vivimos en un mundo donde, desde pequeños, se nos enseñó que la única manera de triunfar en la vida es controlando a los que están a nuestro alrededor. Nuestro Dios, sin embargo, escapa a este sistema perverso. Está más allá de nuestras maniobras.

¿Qué nos sostiene en la vida espiritual, entonces? Algo mucho más grande que la triste posibilidad de asegurar los resultados por medio de un sistema de intercambio de favores. Nos anima el corazón una profunda convicción de que él es nuestro Padre celestial y que, como tal, buscará siempre lo mejor para sus hijos. Estamos seguros de su amor, porque no es un amor con condiciones. Quién le conoce, sabe que siempre estará obrando a favor nuestro. Es esta realidad la que quiso poner Cristo de relieve ante sus discípulos, cuando les dijo: «si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, lcuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?» (Mt 7.11).

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